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jueves, 28 de diciembre de 2017

LOS SANTOS INOCENTES ABUSADOS.UNO DE CADA CINCO NIÑOS.

Los santos inocentes abusados: uno de cada cinco niños españoles ha sufrido agresiones sexuales.

Recién publicado por Mensajero, el libro Infancias rotas, de la escritora María Martínez-Sagrera, recrea tres casos a partir de historias reales. Ellos son los santos inocentes de nuestro entorno.

Blanquita

Irene sabía que a su bebé de pocos meses, Blanquita, le pasaba algo. No estaba enferma, pero la niña no era la misma desde que ella se reincorporó al trabajo. «Ni siquiera duerme cuando está tranquila en la cuna, rechaza el pecho y está perdiendo peso. Llora sin parar, especialmente cuando la tengo en brazos. Mientras intento darle un biberón, su mirada está lejana. Parece una extraña, es como si la hubiesen cambiado por otra niña». La madre primeriza se sentía absurda apostada en la consulta del nuevo pediatra que, aunque comprensivo, la miraba como juzgándola por ser una neurótica. Pero una madre «sabe cuándo pasa algo raro», aunque después de un exhaustivo examen de la enfermera, a la niña aparentemente no le pasaba nada.
Cuando habló con su marido sobre el nuevo médico, Jorge se enfadó. «No puedes tomar la decisión de ir a otro pediatra sin consultar». Además, a Blanquita «no le pasa nada». No hacía falta una segunda opinión. Con su padre comía bien, en sus brazos Blanquita estaba tranquila. Habían acordado que él, arquitecto, trabajaría en casa por las mañanas para encargarse del bebé mientras Irene se reincorporaba a un puesto de trabajo que le había costado mucho esfuerzo alcanzar. Cuando la madre, angustiada por una situación que no comprendía muy bien, pero que la alarmaba, propuso dejar de trabajar para estar con la niña más tiempo, para reconectar con ella, la tomó por loca y se negó. Irene creyó a su marido, se convenció de su locura, y acató.
Fue el pediatra el que, tras un par de visitas de la pareja, detectó que algo fallaba y recomendó a la madre abnegada que un día, por sorpresa, volviese a su casa a destiempo, durante la mañana compartida entre padre e hija; ese tiempo que Jorge tanto se empeñaba en mantener intacto. Al principio se negó. Jorge era un padre modélico: «Yo me ocupo de Blanquita, ya está bien de que las mujeres se tengan que sacrificar profesionalmente por los hijos. Ha llegado la hora de que los padres también nos involucremos de manera real. ¿Acaso no es hija de ambos?», decía él constantemente. Las compañeras de trabajo de Irene se morían de la envidia por su marido cariñoso y solícito. Volver a casa para espiarle era fallarle, era como una infidelidad. Pero el rechazo constante de su hija le hizo tomar la decisión.
Aquella mañana fatídica en que volvió a casa durante la mañana, por sorpresa, encontró a Jorge desnudo y tumbado en la cama, con su órgano sexual erecto y leche condensada untando todo su cuerpo. Y encontró a su bebé, también desnudita, chupando la zona baja del estómago de su padre.

Eva

La dulce niña enfermiza, la más querida por sus padres, había cambiado. «Era la preferida, a la que todos mimaban y cuidaban con esmero. Encandilaba a todos con sus enormes ojos redondos». Pero hacía varios años que algo se había roto. «Esperaba a que todos se acostasen y, una vez en la cama, se zambullía entre las sábanas y lloraba sin parar hasta que le dolían los ojos y la garganta». Cuando se agotaron las lágrimas comenzaron los dolores de cabeza, tan intensos «que le provocaban náuseas, ojeras profundas y falta de apetito». Ni los ruegos de su madre, ni el enfado de su padre, que por primera vez veía a su hija de forma distinta –una niña caprichosa a la que habían mimado en exceso–, consiguieron que mejorase.
No solo empeoró su salud. «Se volvió irascible y quisquillosa, todo se lo tomaba como una afrenta personal», odiaba y quería a sus padres «a partes iguales, pero siempre terminaba mostrándoles desprecio. No lo podía controlar». La excusa de la mala edad de la adolescencia o algún que otro problema en el colegio ofrecían a sus padres un motivo convincente para tratar de entender los cambios tan profundos en su hija, ahora con el pelo rapado y piercings por todo el cuerpo.
El verano se acercaba, y con él, el viaje a Santander. A casa del abuelo, al que todos querían y admiraban. Nadie comprendía por qué la niña palidecía cuando se nombraban las vacaciones, por qué lloraba con rabia cuando nombraban al abuelo. «¡No quiero volver a verlo. Es malo, muy malo!», se atrevió a verbalizar en una ocasión. «Tu abuelo salió en nuestra ayuda sin pensarlo cuando quebró mi empresa. Si no llega a ser por él, no sé qué habríamos hecho, además a ti te quiere más que a nadie. No pienso consentir una mala cara al abuelo ni un comentario más de este estilo. Si hablas de esto con alguien, las consecuencias serán muy graves», amenazó su padre.
Prefería estar muerta que volver allí. Cada verano, desde su más tierna infancia, el viejo entraba en su habitación y se metía desnudo en su cama. «Le decía que ese era su secreto, que no se lo podía contar a nadie porque, de lo contrario, todos tendrían celos». Fue su tío el que, alarmado por el cambio de actitud de Eva, quiso llegar al fondo de la cuestión que el resto evitaba. Quizá demasiado tarde.

Ángela

Joven, guapa, con una carrera brillante y en proceso de ser una de las mejores periodistas del país, Ángela dedicaba todo su tiempo y esfuerzo a investigar y escribir sobre bullying, ciberacoso, maltratos de padres a hijos y viceversa, explotación infantil, desapariciones de niños y tráfico de órganos. El sufrimiento infantil la obsesionaba. «Nuestra hipocresía nos impide ver, y más aún denunciar, las injusticias que se dan en nuestro entorno más cercano», aseveraba. No tenía relaciones sociales, excepto dos amigos íntimos. Y pareja, ni planteárselo. Cuando su amiga Mar le preguntaba por su familia, ella «se transformaba en un ser desconocido, con los ojos inyectados en sangre y la boca contorsionada. Se tornaba en un ser distante y opaco, una mujer gris encerrada en su mundo. Algo muy serio tendría que haber sufrido para seguir tan traumatizada después de tantos años». La respuesta verbal de Ángela se correspondía con su cambio físico: «Mi familia quedó atrás y ya no forma parte de mi vida. Ellos no me quieren y yo no los necesito. No existen».
Pero cuando el amor llamó a su puerta, esa memoria bloqueada en su mente comenzó a aflorar. No soportaba el contacto físico, por eso la incipiente relación telefónica con Alejandro la hacía sentir querida, pero no intimidada. «De mi infancia solo recuerdo con ternura a mi pajarito Piolín. Es como si se hubiesen borrado parte de los recuerdos», llegó a confesarle en una ocasión.
Un suceso traumático con otra chica, en su misma situación, trajo a su memoria aquello que su inconsciente se había empeñado en guardar bajo la alfombra: Piolín, su único amigo, sería asesinado a manos de su tío si ella no le masturbaba. Tenía 13 años cuando el hermano de su madre dejó de enseñarle fotos pornográficas y pasó a «juegos de mayores». Así pasó su adolescencia, «larga y repugnante». Cuando cumplió los 16, su tío anunció que se llevaría a Ángela a «un viaje especial en el que se convertiría en mujer. A su madre le pareció una idea fabulosa». Huyó de casa y nadie, jamás, volvió a saber de ella.

Uno de cada cinco niños

El abuso sexual en la infancia «es una realidad en nuestro mundo actual», asegura Juan M. Gil Arrones, pediatra y miembro de la Comisión Provincial de Medidas de Protección de Menores de la Junta de Andalucía en el epílogo de Infancias rotas, el libro recién publicado por Mensajero en el que María Martínez-Sagrera, escritora y experta en abuso infantil, retrata estas tres historias. «Los casos no son concretos, pero están recreados a partir de relatos reales que he conocido de primera mano y casuísticas extraídas de diversos estudios», señala Martínez-Sagrera. El ámbito elegido por la autora es la familia en los tres casos por ser el más común. Gil Arrones constata «en un 57,9 % de las ocasiones el agresor es miembro de su familia y en un 32,9 % es el propio padre».
Según el Consejo de Europa, una de cada cinco personas menores de 18 años que viven en países de nuestro entorno ha padecido alguna forma de abuso sexual durante su infancia o adolescencia, datos que coinciden con los estudios del catedrático de la Universidad del País Vasco Enrique Echeburúa, de 2006, en los que se estima que en nuestro país entre un 15 y un 20 % de menores han sufrido algún caso de abuso. «Ante estos datos, nuestra primera reacción puede ser de incredulidad o rechazo, porque nos resistimos a aceptar que hoy día sea posible tanta barbarie, o de pasividad, porque no podemos asumir que exista la maldad tan cerca de nosotros», explica el pediatra Gil Arrones. «Por eso he querido forzar el diálogo», añade Martínez-Sagrera. «Si no reconocemos este problema no buscaremos la solución. Estamos destrozando la infancia de estos niños y también su edad adulta. Según diversos estudios, está comprobado que alrededor de la mitad de los niños abusados desarrollará en el futuro conductas antisociales, el 25 % será abusador también y el resto podrá superar la situación pero nunca tendrá una vida plena».
Para la autora, dicha solución pasa por la formación y la información: «Hay que sensibilizar a las personas de a pie y trabajar con los profesionales que están día a día con los niños. He dado conferencias en colegios donde los profesores no tenían ni idea de cómo detectar un abuso. Y en todas las aulas hay niños que sufren este maltrato». Lo mismo pasa «en las consultas médicas; los pediatras deberían saber reconocer las señales». Esta afirmación la comparte el miembro de la Comisión de Medidas de Protección de Menores de la Junta de Andalucía, que señala «que la detección de indicadores de sospecha y la adecuada asistencia inicial que prestan a los niños que sufren abuso dependerá del grado de formación y de los recursos institucionales posibles».
Finalmente, «nuestro deber es recordar a las familias que no están solas y que esto no es un asunto que solucionar en la intimidad de la casa, sino que es un asunto judicial», añade Martínez-Sagrera. «La negación de la credibilidad y la falta de ayuda convierten a la víctima en más víctima, la victimizan de nuevo, porque queda privada de cualquier esperanza», concluye Gil Arrones.
NO SABÍA QUE HABÍA TANTO CANALLA Y DEGENERADO SUELTO POR LA CALLE Y DENTRO DE LAS FAMILIAS.

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